fbpx

Prioridades y Pérdidas, las “P” espejadas

Argentina necesita acuerdos que parecen imposible. La decisión final se tomó sobre dos propuestas que no incluían verdaderas intenciones de acuerdos. Rescatamos un capítulo del libro “El negocio de la grieta” para aportar un grano de arena a la necesidad de liderazgos, acuerdos y trabajos a largo plazo.

Por Santiago Sena y Roberto Vassolo

Todas las tareas cobran sentido en función de su finalidad. Durante su encierro en el campo de concentración de Auschwitz, el psiquiatra Víctor Frankl observó que quienes mantenían un propósito firme que le diera sentido a la intolerable vida del campo encontraban un motivo por el cual seguir adelante. En las condiciones más extremas y contrarias a la dignidad, había esperanzas. ¿A qué cosas le damos valor? En otras palabras, ¿cuáles son nuestros valores? Son un norte por el cual luchar. La lección de Frankl se aplica en todos los ámbitos de la vida ¿Cuál es la finalidad por la cual atravesaremos instancias de diálogo participativo con personas que piensan diferente? Es trabajoso, cansador, frustrante, desgastante y los resultados no están garantizados. ¿Por qué arriesgar? Por la finalidad, una de cuchas posibilidades podría ser: una Argentina de pie que provee oportunidades para todos, inserta en el mundo competitivamente, donde crear valor sea posible y se haga de manera inclusiva, y dónde las políticas de Estado se mantengan estables a pesar de los cambios de gobierno. La solución a los problemas del país requiere mucho esfuerzo y sostener la angustia de caminar en la búsqueda de respuestas que tardan en llegar. Es prácticamente imposible hacerlo sin un “algo que valga mucho la pena”.

Lo bueno es que la mayoría de la gente desea lo mismo. Nadie suscribe a la idea de un país con cada vez más pobreza, desigual e injusto, ni está de acuerdo con que haya que destruir a las pymes ni con que la corrupción deba quedar impune. Nadie se alegra observando a millones de argentinos relegados a vivir en villas y recibir alimentos en bolsones, ni desea que la calidad educativa empeore, entre otros sinsentidos.

Si somos capaces de bajar la guardia y escucharnos en un ámbito cuidado, probablemente encontremos cientos de consensos con personas con las que, a priori, sentimos que no tenemos nada en común. Seguramente disintamos en las formas de lograr esos objetivos, pero para eso estamos escribiendo este libro: para proponer cómo llevar adelante ese proceso como país, entre las dirigencias de los sectores sociales más representativos.

El propósito es un concepto amplio que tiene, al menos, dos dimensiones. La interpretación más profunda es construir una patria próspera y justa para todos los argentinos, donde crecer sea posible. Pero el propósito también hace referencia a los objetivos más concretos, del aquí y ahora particular: necesitamos resolver cada problema que queremos abordar de manera específica. Así, en el ámbito de la educación, los diferentes actores (padres, docentes, alumnos, la comunidad educativa en general, funcionarios…) definen colectivamente el problema (“nuestra performance en las pruebas estandarizadas es mala”, “hay mucha deserción”, “los egresados secundarios no están suficientemente preparados para el ritmo de la Universidad”, etcétera) y ponen el propósito como orientación y norte. Cuando la discusión se idiologiza por demás o cuando la temperatura del debate se levanta tanto que lo vuelve inconducente, es momento de volver a mirar el norte y de entender por qué estamos construyendo acuerdos con gente con quien no opinamos igual. Todos somos, al mismo tiempo, parte del problema y de la solución. Lo que nos une en este momento particular es la vocación por resolver efectivamente un problema cuya permanencia nos hace daño a todos. Cuando esa conciencia está presente, el proceso se llena de sentido y es, por tanto, no solo más llevadero, sino, fundamentalmente, posible.

El propósito es la brújula que nos vuelve a orientar hacia la resolución de los problemas.

El que mucho abarca, poco aprieta. Ninguna organización, ni siquiera un país, puede fijarse muchas prioridades simultáneamente porque si todo es urgente, nada es urgente. Por eso, un período presidencial debería perseguir no más de tres o cuatro prioridades capitales. Con viento a favor, mucho foco y trabajo coordinado, cumplido el tiempo de gestión presidencial, tal vez se haya logrado un solo objetivo, mientras que las demás prioridades estarán encauzadas para poder darles cumplimiento o seguir desarrollándolas en gestiones subsiguientes. El desarrollo es un proceso arduo, largo y trabajoso que implica, necesariamente, coordinación y cooperación entre los diferentes espacios de poder.

En el milenario libro El arte de la guerra, Sun Tzu afirma que “ganará quien sepa cuándo luchar y cuándo no luchar”. La misma máxima aplica para el rol de dirigir. Gobernar implica ser capaces de elegir las batallas que se van a librar. Abrir demasiados frentes no solo es temerario, sino ineficiente. Por eso, intentar cambiar todo de un asola vez es una receta para el fracaso, porque ningún sistema puede soportar ese tipo de gestión del cambio. Un país, tampoco.

Hasta aquí no hay ninguna novedad. Los gobernantes tienen desmandas infinitas y recursos escasos: siempre eligen qué atender, aunque no lo digan por es políticamente incorrecto. Los procesos de cambio también implican elegir bien las batallas que dar. Por lo que gobernar es, necesariamente, priorizar o poner una cosa por sobre la otra. Enfocarse en el largo plazo implica generar consensos entre todos los sectores bien intencionados que buscan lo mejor para el país. Y esa agenda de consensos (y de batallas) debe tener un orden porque no se puede llevar adelante todo a la misma vez: hay que elegir algunas batallas para empezar.

Cuando un país lleva tantos años de decadencia, esa priorización se hace más acuciante, ya que las demandas sociales son mucho más intensas. Eso se acentúa cuando la tradición estatal es la de querer administrar cada vez más cosas, incluso sacrificando la efectividad en la gestión. Gobernar en la abundancia es siempre más simple que hacerlo en la escasez. De hecho, para manejar la abundancia casi no se requiere el ejercicio del liderazgo porque liderar es, en palabras de Heifetz y Linsky, “frustrar expectativas de distintos grupos de interés para ayudar al sistema social a que alcance una situación mejor”. Decirles que sí a todo y a todos no es gobernar. De hecho, en el caso argentino, es parte del problema. Esa postura trajo cada vez “más Estado inefectivo” y, al promover que las soluciones las brinda siempre el sector público con recursos aparentemente infinitos, más demandas futuras.

El ejercicio de liderar implica conducir un proceso de aprendizaje social para encontrar la mejor solución concreta par aun problema que, puesto en abstracto, parece imposible de resolver. La pobreza, el futuro del trabajo, la inflación, los incentivos a la creación de valor y otros tantos desafíos que tiene el país por delante entran en esta categoría.

No tener objetivos es garantía de fracaso. Tenerlos mal definidos, también. Por eso, la falta de consensos tiene resultados tan adversos para nuestra nación. El gran desafío para una gestión del Ejecutivo nacional (o de cualquier organización pública, privada o de la organización civil) que pretenda dejar una impronta de largo plazo es fijar prioridades, sostenerlas en el tiempo y, sobre todo, lograr que estas prioridades trasciendan la gestión propia y se conviertan en políticas de Estado.

Curiosamente, determinar prioridades es fundamental, pero sostenerlas en el tiempo es muy difícil. Esta paradoja se da en todos los órdenes de la vida. El verdadero desafío de fijar prioridades está en las pérdidas que conllevan. Nadie se opone a que le pasen cosas buenas, sino a las pérdidas que conlleva la concreción de ese objetivo. ¿Qué debo hacer, o qué debo dejar de hacer, para lograr lo que buscamos?

El dolor que suponen las pérdidas, cualesquiera sean, genera resistencias que inhiben la posibilidad de generar un proceso de cambio. La clave del enfoque se podría resumir en la siguiente afirmación: Nos movilizan los propósitos, pero nos paralizan las pérdidas. Pero sin abordar las pérdidas es imposible cumplir los objetivos o las prioridades.

Esto que parece obvio, tiene una actualidad dramática. Vayamos a un ejemplo concreto: en el 2020, Alberto Fernández dijo que no creía en los planes económicos. La afirmación no tiene sentido porque sin planes un país va a la deriva, a donde quiera que lo lleve el viento. Para colmo, si recordamos a Séneca, “ningún viento es favorable para quien no sabe a qué puerto navega”, sin planes ni siquiera es posible advertir si los vientos son beneficiosos o perniciosos. “Buena suerte, mala suerte, ¿quién sabe?” Pero más allá de la interpretación superficial, es probable que el presidente estuviese admitiendo descarnadamente la imposibilidad de implementar prioridades por su propia incapacidad de afrontar las pérdidas del sistema, al ser parte de una coalición heterogénea donde había profundos disensos sobre lo que era importante. Alberto Fernández estaba confirmando que no podía decir que no porque no podía soportar la tensión de frustrar a una parte de su espacio. Un presidente que no se permite frustrar expectativas tiene serios problemas para ejercer el liderazgo, especialmente en años complejos y tormentosos, con el 2020 y el 2021.

El modelo de las “P” espejadas supone que establezcamos simultáneamente las Prioridades y las Pérdidas. Fijar prioridades implica predeterminar el conjunto de pérdidas que diferentes sectores y grupos tendrán que elaborar para lograr los cambios que se persiguen. Por ejemplo, si mi prioridad es bajar la inflación, esa decisión implicará restricciones muy grandes a la capacidad de emitir dinero para financiar el déficit. Bajar la inflación es una prioridad loable, pero lograrlo requiere abordar muchas pérdidas y frustrar buena parte de las demandas que tiene un gobierno. La incapacidad de frustrar a la ciudadanía a través de restricciones a la emisión inhibió ese proceso de cambio durante décadas. Que Argentina tenga la inflación acumulada más alta a nivel global en los últimos 60 años es sintomático de lo resistentes que poder ser los grupos de interés que temen sufrir pérdidas. A muchos tomadores de decisiones los guió el miedo a ser rechazados. 

Incluso el más razonable y deseable de los objetivos, como el de bajar la pobreza estructura, implica pérdidas para distintos grupos de interés. Romper la pobreza estructural supone tener una conversación a fondo sobre las capacidades a desarrollar en los estratos económicamente más bajos. El economista Tomás Bulat decía que “cuando se nace pobre, estudiar es el mayor acto de rebeldía contra el sistema. El saber rompe las cadenas de la esclavitud”. En la misma línea, Thomas Piketty, en su detallada obra sobre la igualdad, destaca el rol central que tuvo la educación pública durante el siglo XX para aumentar las capacidades de grandes grupos sociales y fortalecer las clases medias de diferentes países. ¿Quién podría estar en contra de que los sectores populares tuvieran un acceso privilegiado a la educación, recibiendo la mejor formación posible haciéndolos capaces de producir alto valor social y económico? Pero para lograrlo es inevitable hablar de mejorar la calidad educativa, lo que presupone una mejor formación docente. ¿No se sienten amenazados muchos trabajadores de la educación por esta agenda? ¿Qué dicen los sindicatos al respecto? En muchas zonas geográficas del país, como consecuencia de necesidades coyunturales ante la ausencia de docentes, algunas personas accedieron a cargos por concurso sin tener los títulos que los habilitar para ejercer la profesión. ¿Cómo se incentiva una mayor y mejor formación docente sin poner algunos puestos de trabajo en riesgo, en particular los de aquellos que no terminaron sus carreras de magisterio o los profesorados? ¿Ningún grupo social se opone a la sola idea de este planteo? Cuando los planes sociales fueron reconvertidos para que promovieran completar la educación obligatoria, muchos referentes sociales se opusieron, bajo el argumento de que esa política denostaba el trabajo genuino, por más que fuera cooperativizado, mano de obra intensivo y de bajo valor agregado. Hasta la agenda más obvia le duele a alguien. Hasta el objetivo más loable y evidente supone que alguien pierda algo y que, por tanto, se resista. Cambiar no es gratis.

Por eso, la única posibilidad de que una prioridad se lleva delante de forma sostenida en el tiempo se da cuando se abordan simultáneamente las pérdidas de los diferentes grupos afectados por esa prioridad. Abordar las pérdidas no es igual a eliminarlas. Una de las tentaciones que se dan en los procesos de cambio es que “alguien pague los platos rotos” y que aquellos que pierden sean retribuidos de alguna manera por su sacrificio. Eso no es elaboración, sino transacción. Algunas veces, una negociación supone transacciones. Pero el juego no es de suma cero. Hay veces donde hay grupos que pierden y no se los retribuye. Pierden y tienen que elaborar esas pérdidas. El sistema social solo puede avanzar si cada grupo elabora sus pérdidas y desarrolla las capacidades necesarias para que el conjunto esté mejor. Lógicamente, las pérdidas no siempre están distribuidas de manera homogénea y hay algunos grupos que enfrentan mayores dolores. Por eso, una de las claves del proceso es generar un mapa de pérdidas alrededor de cada prioridad, para poder identificar el conjunto de pérdidas de cada grupo social y saber dónde poner mayor foco para contener y acompañar, a l aves de dónde estar más atento a posibles resistencias. Esos grupos, de hecho, deben ser parte del proceso. Si no son incorporados al proceso de fijar prioridades, serán un foco de resistencia brutal cuando se intente implementarlas.

Todo este proceso es mu y trabajoso. Implica tensión, estrés y dolor, no garantiza un resultado satisfactorio para todas las partes y, por tanto, no es un proceso rápido, como todo camino que implica una lógica participativa. Es mucho más fácil bajar una receta y “alinear” el sistema. Pero los caminos rápidos no siempre son los más efectivos. De hecho, la búsqueda de soluciones rápidas es una de las causas de los fracasos de largo plazo del país. Se puede ir muy rápido sólo cuando se trata de situaciones técnicas, muy específicas. Si los respiradores de los hospitales están mal regulados y eso genera mayor propensión a tener complicaciones respiratorias post internación, no se trata de consensos, sino de ajustes técnicos urgentes. Pero los problemas sociales raramente son así. Los problemas de fondo del país son del sistema y las bajadas y las recetas mágicas solo los empeoraron.

El problema es le cómo, no el qué. Y como el foco está puesto en el proceso, la variable del tiempo tiene que ser considerada. Con mucha sabiduría, el Papa Francisco afirma que la dimensión del tiempo es superior a la del espacio cuando invita a una sociedad a trabajar integralmente los problemas. Mientras que la lógica de la imposición habilita la conquista rápida de espacio es, la construcción de acuerdos y consensos habilita el aprendizaje de todo el sistema.  Es un proceso más lento, pero es, a la vez, un mejor lugar al que dirigirse como sociedad.

El camino se hace soportable y posible solo si el proceso es orientado por el propósito, la aspiración de que el conjunto social esté colectivamente mejor. Eso hace que las pérdidas sean aceptables y que romper el statu quo sea posible. Los diferentes grupos, cómodos con la situación actual, son muy conservadores, “equipo que gana, no se toca”. Y ellos son los ganadores del sistema.

Implementar cambios implica, necesariamente, mapear los diferentes actores, explicitar las pérdidas de cada uno (ponerlas claramente sobre la mesa así son conocidas por todas las partes) y abordarlas (o sea, ayudar a esas partes a elaborar el duelo que implica el cambio). A cada prioridad, lo acompañan un conjunto de pérdidas. Espejar estas “P” permite visibilizar la naturaleza del cambio a implementar y conocer sus posibles complicaciones. Omitir a algún grupo en el mapeo puede poner todo el proceso de cambio en riesgo.

Scroll al inicio