“La escritura es ir hacia las zonas oscuras, lo que no se ve, lo que no se dice” (Ariana Harwicz (1977), escritora argentina).
Por
Roberto Trevesse
El 10 de diciembre venidero se cumplirán 40 años desde que asumió como presidente de la Nación, el doctor Raúl Alfonsín. Retornábamos a la democracia y las esperanzas y los anhelos de lograr un país en serio, republicano, representativo, auténticamente federal. Con el paso de los años quedó frustrado por sus protagonistas, se llamen como se llamen y del color que sean.
Los que creíamos en la reconciliación de los argentinos, en el respeto por las instituciones, en una auténtica independencia de los tres poderes, en poner de pie a la educación, la salud, la justicia y la obra pública, nos equivocamos. Nunca caímos tan bajo, con el agravante de un desenfreno sin límites de adueñarse del poder y de las arcas del Estado.
Gran parte de la clase media, columna vertebral de los argentinos, fue quebrada en dos o más partes y los sectores de menos recursos fueron confinados a vivir miserablemente de los subsidios del diezmo del Estado.
Los que trabajamos casi a tiempo completo por recuperar la democracia, jamás creíamos que podía pasarnos lo que estamos viviendo desde hace varios años. Se perdió lo que llamábamos la vocación de servicio por acceder al gobierno –cualquiera sea- con el objetivo de empoderarnos económica y políticamente.
Como ejemplo, y corroborando mi introducción en esta nota que escribo con mucho dolor, el último informe del Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA), subraya que el deterioro no solo es muy fuerte en la Argentina a nivel socio económico, sino también -otro dato alarmante en términos de calidad institucional-, señala que la disconformidad con el funcionamiento de la democracia superó a más del 50% de la población, como que también cada vez menos gente cree en un gobierno con fuerte poder presidencialista y más del 37% no cree que el voto sea un factor determinante para generar un cambio social. El sistema entró en crisis.
No queremos admitirlo, pero es muy fuerte el deterioro que hubo en el país en cuanto a no fortalecer la democracia y la participación ciudadana.
Insisto, Agustín Salvia, director del Observatorio antes citado, expresó que
“la fuerte caída de la expectativa de la clase media y baja en la confianza de la democracia, tiene un correlato en una ruptura, en una suerte de pacto que hubo desde la recuperación democrática y al sostenimiento de la clase media“.
Lo que significa un malestar general en la población por las constantes crisis socio políticas. Luego agregó que “a 40 años de la recuperación de la democracia son paradójicamente esos sectores medios que bregaban por el reinicio democrático los más críticos hoy al momento de exigir respuestas a la democracia”.
Dicho esto, debemos abordar una cuestión que no todos le dan importancia y que me preocupa mucho. Me refiero a la cultura de la cancelación. ¿de qué se trata? Es el refugio de quienes son incapaces de contrastar libre y pacíficamente con los que piensan distinto.
Se lo llama “El gran despertar”. Sin embargo, esta expresión ha dado paso a la adaptación del movimiento por parte de comunidades fuera del contexto estadounidense y se distingue como “cultura de la cancelación“, de marcada tendencia ideológica y cultural, que se presenta como altamente sensible ante lo que se considera injusto. Por un lado, están aquellos que se enfrentan a la colonización del pensamiento y a cualquier opresión, incluso si está regulada por las leyes y avalada por organizaciones mundiales. Tienen la libertad como bandera. Critican que otros censuren el derecho natural de elección y abogan por la diferencia y la autonomía. En la otra orilla, están aquellos que cancelan la ciencia, la biología, la libertad y la expresión del otro, por el mero hecho de la diferencia y del pensamiento distinto a la tendencia; no se acepta lo evidente y todo aquello que es diferente a la línea de pensamiento en tendencia. Tienen la igualdad, la inclusión y la diversidad como bandera y cancelan para buscar la uniformidad o el triunfo del pensamiento único y un nuevo orden; rompen con los metarelatos para originar nuevas metaverdades; se promueve y se hace relectura de todo y se vuelven a procesar los hechos.
Esto está pasando desde hace varios años en la Argentina y no nos damos cuenta o no queremos verlo. Sin embargo, avanzaron más de la cuenta ante la decidia social.
Tenemos una democracia “controlada” por los factores de poder, algunos de los cuales están fuertemente consolidados y la única verdad es la que ellos expresan y manifiestan.
Según la definición de Wikipedia, la cultura de la cancelación “es el fenómeno extendido de retirar el apoyo moral, financiero, digital y social a personas o entidades mediáticas consideradas inaceptables, generalmente como consecuencia de determinados comentarios o acciones, o por transgredir ciertas expectativas“.
La expresión “cultura de la cancelación” se empezó a utilizar en 2015 para referirse al fenómeno de retirar el apoyo a personajes públicos o empresas por decir o hacer algo que se considera ofensivo, inadmisible o reprobable.
En palabras simples, la cancelación se usa para demostrar descontento hacia una persona -usualmente personajes públicos, aunque también sirve para conocidos.
Se denomina “cultura de la cancelación” a retirar apoyo público o financiero a aquello que vaya en contra de un precepto moral o una causa social, o que interpele a la corrección política con un dicho o una acción.
“Cancelar” es activar campañas en contra de una persona, una empresa, un producto o un grupo identificado con una actividad, como el arte o la política. El objetivo es marcar, dejar un signo de alerta en el presente y a futuro.
Las iniciativas para “cancelar” se potencian en las redes sociales a través de hashtags, fotos y videos o “escraches” que se vuelven campañas en contra de “ese” o “eso” que atenta contra ideas o instituciones. Un linchamiento virtual y público.
Cuando se trata de un delito, la cancelación es previsible e, incluso, fácil de entender. La dificultad está puesta en las zonas grises, en los discursos que ponen en cuestionamiento ideas dominantes, por ejemplo. O al revisar el pasado con parámetros del presente. O cuando ciertos colectivos sociales ya lograron visibilidad, conquistaron derechos y quieren hacerlos valer, al punto de cambiarle la identidad a una institución.
La argentina seguirá tropezando si nos siguen gobernando dirigentes de poca monta, tanto en el oficialismo de turno como en la oposición, con el agravante que hasta ahora nunca se cumplió con la Constitución nacional que otorga claramente, mayor autonomía a las provincias, respetando en forma irrestricta derechos y obligaciones.
Debemos dejar de mentir, o para ser más suaves, explicar las cosas como son y afrontarlas, más allá de intereses sectoriales. En la segunda semana de julio se desarrolló un seminario con destacados especialistas en economía, en energía y en política exterior.
Se habló y se debatió sobre la enorme deuda externa, la complicada situación geopolítica para la Argentina, la infraestructura, la energía, el nuevo gasoducto inconcluso y la relación con el Mercosur, entre otros.
Vale recordar que en 1852, luego de la Batalla de Caseros que terminó con el ejército de la Confederación Argentina al mando de Juan Manuel de Rosas, la sociedad argentina se encontraba dividida en dos posturas, al parecer irreconciliables, la federalista y la centralista (generalmente identificada con los gobiernos porteños), cuyos constantes conflictos dificultaban el desarrollo del país.
Fue allí entonces, que por primera vez nació el diálogo para cerrar la grieta entre los que eran “urquicistas” y los porteños. Tremendo ejemplo. Estamos hablando de mitad del siglo XIX. Hoy estamos a poco de cumplir un cuarto del siglo XXI y la grieta es más grande que nunca. Huelgan las palabras.